La ira
- roxanacabut
- 25 abr 2018
- 2 Min. de lectura
Un hombre disfrutaba salir solo en su pequeña barca al río y se pasaba horas contemplando el paisaje. Una tarde notó que otra embarcación se dirigía hacia su posición. A medida que se acercaba hacia donde él estaba, se sentía más y más incómodo. ¿Qué hacía navegando en su dirección, perturbando su momento de paz? Cuanto más se acercaba la barca, más y más se ofuscaba el hombre.
Entonces comenzó a levantar los brazos, a gritar y a hacer señas enfadado, para que el propietario de esa otra barca corrigiera el rumbo y no lo chocase. "¡Qué irresponsable! ¡Cómo no prestaba atención por dónde andaba!" Furioso sólo tenía pensamientos de odio hacia aquel insensato que había arruinado su tarde de tranquilidad.
Su cólera iba en aumento, hasta que la embarcación, flotando, llegó hasta su posición golpeando su barca. En ese momento, totalmente descontrolado por la ira que sentía, sólo quería ver al hombre para descargar en él toda su furia por la situación. Fue allí cuando se dio cuenta que no había nadie a bordo, que la barca flotaba vacía corriente abajo, sin rumbo.
¿Qué haría ahora? ¿Con quién se desahogaría si aquella embarcación estaba vacía? ¿Dónde proyectaría su ira si no había nadie allí?
No era la barca la que le había provocado la ira al hombre. Su rabia era real, pero al comprobar que no había nadie en aquella barca, se dio cuenta que el origen de esa rabia estaba en su interior, que él mismo la alimentaba con sus pensamientos y juicios. Y que de haber habido alguien en la barca hubiera reaccionado de forma violenta descargando su rabia en la otra persona.
Comprendió que las otras personas, como esas barcas vacías, son sólo estímulos que despiertan nuestra propia violencia.
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